Este texto alterna detalles ficticios con elementos reales. De corte literario, pensé presentarlo a algún concurso de relato corto pero como se trataba de enviarlo a medios con los que colaboraba habitualmente, hacerlo llegar no me pareció ético. Solo lo he mostrado en público un par de veces: a una redactora por la que siento mucho aprecio y a mi buen amigo David Torres, un escritor "de verdad", cuyas obras han recibido importantes galardones o/y un notable reconocimiento. Es cierto que David y yo hemos sido guionistas del mismo programa de televisión. Pero únicamente hay que comparar los textos de ambos para saber quién es un maestro y quién simplemente un aficionado a algo tremendamente serio que intento ejecutar con el mayor de los respetos. El texto es algo así como un homenaje a un bichito que no olvidaré jamás. Un miembro de la familia cuya marcha supuso uno de los mazazos más importantes que he recibido en mi vida. Espero que llegue a tu corazón, pues parte directamente desde el mío. SALIENDO DEL ABISMO La tarde anterior llovió sin parar. Mi padre lo confirmó por teléfono antes de que me sumiera en un profundo sueño. Lo cierto es que había creído escuchar algunas gotas en el cristal de la ventana, pero el sonido parecía tan lejano y llegaba tan amortiguado que fue incapaz de atraer mi atención. Los golpecitos no sirvieron para que me preocupase por investigar qué los producía y menos aún para sacarme del letargo en que llevaba tanto tiempo. Insistía en la necesidad de poner fin a esa actitud pasiva. En la obligación de moverme e irrumpir en el mundo exterior con la misma fuerza que desbordaba antes del accidente. La apatía que invadía mi cuerpo contrastaba con una prodigiosa actividad mental. El dolor me proporcionaba toneladas de material para una historia que crecía dentro de mí. Multiplicaba los hilos de un tejido infinito para el que algunos apuntaban un doble destino: ser libro y, a la vez, liberación. Concluí la novela sin haberla empezado, desoyendo los consejos de ese prestigioso terapeuta que sugería derrotar fantasmas del pasado con la simple ayuda de una pluma. Mis expectativas literarias se cerraron de golpe, como cerradas parecían estar las antiguas heridas. Atrás quedaron noches de insomnio y lágrimas y decepción. Días que también fueron noches. Las más frías, oscuras y vacías que hubiera vivido jamás. Nada consiguió detenerme aquella mañana. Ni el aroma del café recién hecho procedente de la cocina, ni su precioso cuerpo envuelto en sábanas blancas, ni sus sedosos labios llamándome con insistencia. Necesitaba salir, correr, partir hacia una búsqueda que nunca culminaría de seguir encerrado. Esa que llevaba gestándose más de un lustro en un interior vacío tras la pérdida de ese ser a quien tanto amé, y que tomó fuerza en las sombras de jornadas grises por unos minutos, pero negras prácticamente la totalidad de sus horas. Dejé todo atrás sin prever qué pasaría. Sin poner atención. Sin percatarme de que la cafetera seguía en el fuego y que la puerta quedaba entreabierta. En ese momento se trataba de dos detalles sin importancia, pero barrían de un plumazo mi fama de metódico y detallista. Horas después alcancé la base de la montaña. Sentí que me miraba, que me escrutaba por dentro, que analizaba mis fluidos indagando las razones que me llevaban hasta ella. La hermosa dama sabía que no se trataba de deporte o de reconocimiento o de afán por medirse. Conocía lo suficiente al insignificante humano que se encontraba de pie frente a su falda como para intuir que sus pretensiones no eran satisfacer sus más básicos instintos. A pesar de sus ojos lascivos o su aparente arrogancia. Sí, en verdad la contemplaba como un enamorado. Porque así me tenía desde el primer día que la vi. Un pretendiente con afán de conquista y la certeza de quien se sabe sin oportunidad. Era mucho arroz para tan poco pollo, y aunque me presenté con el pecho henchido, la inflamación contenía menos gallardía que miedo al fracaso. A pesar de la inseguridad que me invadía, mis piernas se movían con presteza. Mi cuerpo avanzaba de manera decidida, ataviado con el ridículo disfraz del alpinista, que no es otro que la panoplia de un soldado equipado para una batalla que, como en todas, hay vidas en juego. Pero yo no tenía nada que perder. Ya no me quedaba nada. O eso creía. Desde aquel lejano día no volví a ser el mismo. Pensaba, erróneamente, que perder una parte de la vida era perder toda la vida. El sol no había alcanzado su cénit, pero me cegaba sin cesar. No había manera de encontrar presas fiables en la pared utilizando la vista, y solo el tacto era útil para la progresión. Los ojos encharcados parecían anunciar la penitencia. La piedra surgió de la nada. Un leve silbido advirtió el inminente impacto. El casco crujió notificando su rotura. El resto siguió operativo pero un pedazo desapareció del lugar del choque, precipitándose al vacío junto al proyectil. La sangre brotó con timidez, pero pude percibir su tibieza en contacto con la piel. Acarició el párpado y el ojo se cerró de forma instantánea. Un fuerte olor a hierro bloqueó mi nariz y sacudí la cabeza en un intento de despertar de un mal sueño. El incidente no pasó de ahí, pero comprendí con claridad que la señora no me lo iba a poner fácil. La hemorragia se detuvo espontáneamente. La sangre coagulada se agolpó en la brecha, curiosamente hendida en el mismo lugar que la abierta el día del accidente. No quería debatirme entre si era casual o premonitorio, y por ello aparté el episodio de mi mente para centrarla en lo que aún estaba por llegar. Me sumergí en una especie de sueño consciente y proseguí la escalada. La piel que circundaba la herida estaba tirante y pegajosa, pero no sentía dolor. Nada estaba gravemente dañado excepto el orgullo, pues el suceso me mostraba con un uniforme grotesco donde el casco se asemejaba a la bacía de Don Quijote. Cubrí los trescientos cincuenta metros en minutos que parecieron segundos, donde se sucedieron movimientos sutiles y apoyos inverosímiles. Se descolgaron otras piedras, pero ninguna me alcanzó. Los pies se escurrieron en un flanqueo, pero se detuvieron como por arte de magia. Nunca hubiera imaginado ser capaz de encadenar esta vía con cuerda pero ahí me encontraba, en pelotas en todos los sentidos, alcanzando la nevada planicie de la cumbre. No llevaba botas, crampones ni piolet y sabía que el descenso sería complicado con los ajustados pies de gato. Pero, ¿quién pretendía bajar? El viaje planificado era solo de ida. Un camino pergeñado en un instante de locura pero programado metódicamente durante años con la finalidad de encontrar lo que había perdido aquel día. Y no para quedarme con nada, sino para devolver, a mi manera y multiplicados, cientos de regalos recibidos. Las nubes cubrieron el cielo. Un rayito de sol se abrió paso tímidamente entre los cúmulos congestionados para anunciar el sacrificio. Esa mañana salí de casa con la convicción de saber, por fin, lo que debía hacer. Las dudas se despejaron de golpe, como en ocasiones lo hacen las nieblas retirándose para mostrar en toda su plenitud la belleza de una naturaleza salvaje. La idea de su marcha me atormentaba. Sentía que debía haber sido yo, y no él, quien se fuese de aquella horrible manera. La cicatriz me lo recordaba a diario, reforzando mi dolor y evocando cada día, al pasar frente al espejo, que había contraído una deuda cuyo pago debía realizar después de alcanzar la cima de esa montaña. No estaba allí para cosechar nada que me beneficiase. Era una herramienta, un rehén que debía dar su vida para recuperar otra. Me acerqué al acantilado de la vertiente opuesta pero antes de hacerlo grité: ¡Llévame y tráelo de vuelta! El valle devolvió, amplificado, el violento sonido de un trueno. La señal inequívoca de que debía guardar silencio. De que debía esperar mi turno y seguir sus instrucciones. Quise responder, pero sucumbí ante mi propia inquisición. La misma que se había mostrado implacable llevándome hasta allí para expiar unos pecados que otros se afanaban en decir que no había cometido. Continué callado pero elevé los brazos pidiendo una señal. Me encontraba allí para algo a lo que estaba completamente decidido. Ella me anunció en sueños que haría efectivo el intercambio, pero el tiempo avanzaba y parecía incumplir su parte del trato. Fue entonces cuando apareció, correteando, adornado con su collar arcoíris. Me miró a los ojos, como siempre hacía. Esas dos bolitas de cristal se clavaron en mis pupilas derribando absurdas creencias. Tirando por tierra mis prejuicios, miedos y frustraciones. Demostrando lo innecesario de esa estúpida ascensión. De la cita o el acuerdo con una esbelta señora que no tenía ningún poder de decisión y que únicamente había sido testigo de algunas de nuestras andanzas. Antes de desaparecer entre sombras se detuvo un instante para lanzar una de sus sonrisas. Me hizo saber que no necesitaba lo que ya tenía, y fue entonces cuando me embargó un ápice de calma desde que la perdiera años atrás en el fondo de aquel barranco. Cuando recuperé el sentido después de la caída, al lado de su cuerpecito. Para buscarlo en esa cima había atravesado el umbral saliendo de una casa donde llevaba largo tiempo encerrado. Era nuestra cima. Allí quise confesar lo mucho que lo quería. Allí pretendí dar un amor que me culpaba de no haber entregado con suficiente intensidad. Sin embargo, lo único que descubrí fue cuán ignorante era si pensaba que él, con quien había compartido quince intensos años de vida, no sabía más de mi corazón que yo mismo. Se desencadenó una tormenta que me devolvió a la realidad. Bajé como pude y recuperé las zapatillas que, empapadas, descansaban en la base. Descomprimí los dedos y alcancé, corriendo, la civilización. En el descenso me sentí protegido, arropado por un velo invisible que actuaba como un escudo. Sé que era él. A pesar de su marcha, nunca había dejado de estar conmigo. Subí una montaña pretendiendo entregar algo y bajé recibiendo un preciado regalo. Uno que ya tenía, pero del que no era consciente. Hasta donde recuerdo, siempre ha sido así. Las montañas me han dado todo lo que tengo, incluso arrebatándome lo más preciado. José Isidro Gordito
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AutorBlog del alpinista, piloto de parapente, fotógrafo y cámara José Isidro Gordito ideado para compartir pruebas de material, consejos y astucias que conviertan la estancia en la Naturaleza en momentos seguros y placenteros. Archivos
Mayo 2023
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