Los rincones más oscuros de mi ordenador están poblados por textos irreverentes que tal vez nunca vean la luz. Confesiones de un escritor en serie que intenta contestar preguntas sin respuesta. Interrogantes que formulan otras cuestiones. Reflexiones que interesan a muy pocos. Pensamientos que no conducen a ninguna parte excepto al calentamiento global… ¡de las cabezas! Comencé con ese tipo de ensayos a finales de los ochenta, antes de conocer los artículos de Mark Francis Twight en Montagnes Magazine y de leer en profundidad a clásicos como Descartes, Lao-Tse o Nietsche. Mucho antes de tener claro que en el futuro todo se almacenaría en discos duros frente a papeles impresos con herramientas en forma de máquinas de escribir o de bolígrafos. Gran parte de los textos de aquellos años se perdió en mudanzas, murió junto al corazón de ordenadores averiados o se destruyó sin culminar su creación. ¿Qué importa? Solo se trataba de relatos políticamente incorrectos de cuyo contenido algunos lectores hubieran entendido justo lo contrario de lo que pretendía decirse. Recuerdo que en la década 2000-2010 escribí un ensayo repleto de ira. Un texto que, a pesar de su carga emocional, era correcto en términos gramaticales, estaba bien estructurado y resultaba fácil de leer. Sin embargo, justo al acabar, lo destruí. Me pareció extremadamente inquietante incluso para mí, su autor. En ocasiones pienso que, de haber sido otra persona, los mismos que pudieron criticarlo por su contundencia y falta de filtros me habrían paseado a hombros por las calles, orgullosos de conocerme. Alabando mi desgarradora sinceridad y el hecho de que por fin existiera alguien que se enfrentaba a la mediocridad de cuatro egocéntricos y a las sandeces de cientos de alpinistas de salón. Vamos, lo que le ocurrió a Twight en un mundo donde fue odiado por quienes lo tachaban de egoísta y suicida inadaptado, pero admirado por los que valoraban la audacia de poner negro sobre blanco lo que nadie se había atrevido a decir. El resultado de negar hacerlo público conduce a una evidencia: nunca sabremos la aceptación que hubiera tenido. Es igualmente seguro que el hecho de tirarlo a la basura me tranquilizó. Como tranquilo me deja escribir de vez en cuando todo lo que se me ocurre, especialmente textos que considero de utilidad para otros. Entre los primeros y el que está frente a tus ojos he confeccionado pocos de corte literario, pero sí abundantes tratados técnicos. También algún que otro guion para documentales, aunque poco más. Mi manera de plasmar la información ha sido eminentemente descriptiva, encaminada a la exposición de un gran número de detalles y a lograr la comprensión del lector, siguiendo siempre la máxima de incorporar un ingrediente básico: el rigor. El puñetero lenguaje científico me ha ido apartado de la literatura, arte que venero y que nunca he dejado de cultivar como espectador, devorando libros y más libros. Con la lectura he descubierto otros mundos, otras culturas, otras formas de pensar. En ocasiones de modo tan fiel como a través de los viajes realizados durante años. He accedido a información que habitualmente no se muestra en los medios de comunicación de masas. Y con esos datos he podido lanzar a mi mente infinidad de preguntas que me han “removido” por dentro, que me han hecho valorar los pequeños detalles. EL REACTOR 4 La situación que vivimos con el SARS-CoV-2 (COVID-19) es, sin duda, asombrosa. No se trata de la primera tragedia de la humanidad, pero proporciona una buena cantidad de combustible para quemar en los altos hornos de los cerebros reflexionando sobre la supervivencia individual y colectiva del hombre. Nos recuerda la presencia de la muerte, esa tiparraca a la que muchos de los que aún respiramos hemos visto sonreír. En mi caso, la muy zorra me ha mirado a los ojos en diversas ocasiones y no me ha quedado otro remedio que decirle: ¡que te jodan! Se lo he dicho varias veces. Cuando aquel imbécil se metió en mi carril y solo pasó rozándome la pierna gracias a la providencia y a unos reflejos que sugirieron tirar la moto hacia otro lado; cuando nos bombardeó aquella avalancha de piedras en el Cervino; cuando se desmontó esa vela un minuto después de despegar… Lo admito: aventurar que me hubiese llevado “de excursión” es especulativo. Pero es precisamente esa especulación la que me hace abrazar las cosas con más fuerza. Dar importancia a ciertos detalles descartando otros que, no me cabe duda, son el centro del universo de millares de humanos. Sentirse afortunado no implica conformarse. Tengo unas ganas locas de vivir, ¡qué cojones! Pero no puedo perder de vista que debo agradecer seguir haciéndolo a pesar de las veces que tanto yo como otros gilipollas hemos jugado a la ruleta rusa. Bien con nuestra propia integridad, bien con la de los demás. Ha pasado desapercibido para millones de personas, pero creo que las explosiones en el reactor 4 de la planta de energía atómica de Prípiat (la popular Chernóbil) pudieron cambiar definitivamente el devenir de la humanidad. Tal vez digas, con razón, que pudieron influir del mismo modo que podía haberlo hecho otro desenlace de la peste, de la gripe española o de las guerras mundiales. Guerras, siempre guerras. Hasta en el episodio a que me refiero el objetivo fundamental del reactor RBMK no era la generación de electricidad, sino la obtención de plutonio para fabricar armas nucleares. En efecto, hubo un accidente similar siete años antes. Un desastre que también pudo acarrear consecuencias fatales para los seres vivos de toda la Tierra, como los tuvo para los de su entorno según Greenpeace aunque la industria nuclear apunte un impacto nulo. Me refiero a la fusión parcial del núcleo del reactor 2 de Three Mile Island. No meterlo en la ecuación, como no tener en cuenta el de Fukushima I, el proyecto Manhattan… podría hacer dudar de mi imparcialidad al hablar de sucesos que pudieron cambiar nuestra historia para siempre. Es lícito, y por ello quiero que no te fijes tanto en el ejemplo -aunque a mí me haya marcado profundamente- como en el hecho de que determinados sucesos han podido afectar hasta el punto de extinguir toda forma de vida en el planeta. Generalmente esos que nos han pasado desapercibidos por acontecer en otra parte del globo. Lo de: “ha ocurrido a cientos de kilómetros, aquí no va a llegar” pasa a convertirse en una conclusión de poco peso como demuestra nuestro odiado enemigo COVID-19. Centrándonos en Chernóbil, por ejemplo, la razón empuja a pensar que, del mismo modo que un cúmulo de circunstancias provocaron la explosión, una incorrecta gestión de la crisis podía haber conducido a que las emisiones de radioisótopos se descontrolasen. Es tan acertado pensar que los efectos podrían haber sido despreciables como aventurar que pudieron ser devastadores. De nada a dejarnos fritos, pasando por ser condecorados con un magnífico cáncer. La idea de la “fritada de la humanidad” puede ser exagerada, pero del mismo modo que los libros de ciencia aportan datos que me hacen descartar teorías inverosímiles, los de aventuras me invitan a soñar. Los de ficción a imaginar. Y si imagino pienso que, de haber acabado todo a finales del mes de abril de 1986, hoy no estaría tocando el solo de guitarra de I´ll be over you de Toto (agosto de 1986), metiendo mal los dedos en la parte rápida de The Loner y sintiendo el riff de Wild Frontier de Gary Moore (marzo de 1987), o cantando Is this Love de Whitesnake (abril de 1987) porque ni esos temas habrían existido, ni yo mismo andaría por aquí. IMPORTANCIA A LO IMPORTANTE Antes decía que determinados estímulos me han hecho valorar los pequeños detalles. Conceder importancia al calor de un abrazo, la humedad de un beso, el canto de un ave, la brisa en la cara, el tacto de la roca, el aroma del piorno en primavera o la contemplación de un bello paisaje al atardecer. Las emociones me han atrapado y, a su vez, los números han pasado a no me decirme nada. Algunas veces pienso que hay cosas que se extinguen porque tienen poca aceptación. Los libros se extinguen porque pocos los leen. Las emociones se extinguen porque solo unos “raros” las valoran. Y me digo ¿qué más da, entonces, que una explosión atómica nos arrase? ¿Qué importa que un virus nos fulmine? Pero, por supuesto, esa es una apreciación muy personal con la que no todo el mundo tiene que estar de acuerdo. Creo con firmeza es que cada nuevo día es un puto regalo. Lo pienso cada minuto. Todas las mañanas digo: ¡sal a comerte la belleza del jodido mundo sin pensar qué opinarán los demás de las cosas que hagas! De esas tonterías sin importancia que para ti serán de interés, pero al resto le traen sin cuidado. No busques que otros den valor a tus marcas personales y nunca olvides que, despertar cada amanecer es un privilegio. Especialmente después de que irresponsables como Anatoli Diátlov y tantos otros que se han dedicado al juego de mostrar quién la tenía más grande, hayan echado al bombo la bola con tu número. El de tu vida. José I. Gordito
2 Comentarios
Eric Lozano
5/20/2020 07:13:19 pm
Muy bueno, José.
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AutorBlog del alpinista, piloto de parapente, fotógrafo y cámara José Isidro Gordito ideado para compartir pruebas de material, consejos y astucias que conviertan la estancia en la Naturaleza en momentos seguros y placenteros. Archivos
Mayo 2023
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